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Hace más de 40 años recién llegado a la Isla de Chiloé, compuse mis primeros collages que llamé “fotosíntesis”; eran fotocopias recortadas, vueltas a fotocopiar en un buen papel e iluminadas con lápices de colores, emulando con imágenes chilotas, la estética surrealista y sudaca de mi amigo y maestro Germán Arestizábal.

Recientemente revisando mis archivos, en medio del confinamiento de la pandemia del Coronavirus me encontré con un par de originales de esos collages, antes de imprimir y colorear.

En ellos buscaba componer “escenas costumbristas” asociadas a una arquitectura rural chilota, hecha de una vernácula arquitectura arropada con tejuelas.

Se me ocurrió realizar una nueva composición que buscara lo mismo, pero con la experiencia técnica de todo lo recortado y pegado en cuatro décadas. Esta vez con imágenes liberadas de libros con impresiones de gran calidad y papeles exquisitos.

Soy un convencido que al igual que: “para hacer tortillas hay que romper huevos”; para” hacer collages, hay que recortar libros”. Lo que tiene el doble placer de sentir y escuchar el sonido casi imperceptible del corte del filo del bisturí en el doble gramaje del papel couché. Y el de liberar imágenes, que al estar impresas y atrapadas en las hojas de un libro, están como prisioneras, por lo mismo nadie las aprecia.

Después de muchas pruebas de fondos; el lunes aceptó que su figura se recortara contra un cielo estrellado, donde resplandecía como si fuera una gran luna, nuestro bello planeta azul fotografiado por el telescopio espacial Hubble para un libro de Astronomía.

El martes le propuse que los personajes centrales de esta escena costumbrista fueran unos niños migrantes panameños de Portobelo, que estaban congelados en el libro “el entorno invisible”. Personajes que el collage aceptó gustoso “como nuevos chilotes” siempre y cuando estuviesen sentados sobre una roja cubierta de tejuelas.

Luego vendría la difícil tarea encontrar el emplazamiento más apropiado.

• ¿Qué te parece posarte sobre la bóveda estrellada de la Iglesia de Colo puesta al revés? - me vi proponiéndole - con ella podríamos hacer un buen contrapunto con el cielo estrellado y la tierra.

• No, no me parece - lo sentí decir.

• ¿Y este fondo, con el barrio de palafitos de Gamboa, desde el cual puedes emerger, como si fueras una gran y vernacular iglesia palafito?

• No me gusta

• ¿Y este atardecer bordemarino?

• Tampoco me tinca.

Sigo buscando imágenes, hojeando libros en mi Biblioteca - Taller. De pronto aparece un paisaje marino, donde el agua cae en cascada, desde rocas coronadas por húmedos helechos, del libro “Chile, país oceánico”.

Ahora sí que nos vamos entendiendo - lo escuché decir, casi lo vi, asintiendo con la cabeza. Respiré profundo.

• Por fin.

El miércoles libero con bisturí personajes del libro “100 Ilustrators” de Taschen, los que voy probando como actores de la escena costumbrista de siglo XXI, que estoy empeñado en componer.

Encuentro la ilustración, de una niña rubia con un sapo rojo en sus brazos, la que parece ser una pequeña Norma Jean, ideal para colocarla saliendo del agua junto a la cascada, estableciendo una relación malinche con los niños chilotes de Portobelo que la miran, con sus oscuros rostros pintados con lunas y estrellas.

A medio regañadientes el collage la acepta como tal.

Hasta aquí he ido montando todas las piezas con masking tape, técnica que me permite permanentemente remover la composición. Al mirarlo con distancia, me doy cuenta que sin querer queriendo, el collage es de gran formato. Creo que lo llamaré “nuevos chilotes”.

Al final de la tarde buscando un libro de animales, choco con un marco de mañío de buen tamaño, que, un joven arquitecto italiano dejó en mi taller, para llevarse- a la Sabina-, sólo la pintura.

Sobre él pongo el collage, El marco le queda perfecto, de largo y tiro. Sin embargo, le queda ancho de hombros. Va a necesitar un sastre, pienso.

Llamo a Amado mi enmarcador, quien viene de inmediato, le digo que lo recorte y que venga mañana a buscar el collage para hacerle paspartú. Y le indico que después pasaré por su taller para fotografiarlo y sellarlo con mi timbre de agua.

Lo llevo a mi casa para mostrárselo a Luz María, mi esposa, que en parte conoce este obsesivo proceso creativo. En el que he sentido permanentemente que: donde manda capitán no manda marinero.

Cuestión que se hace más real cuando le mostré el collage muy orgulloso y le pregunto:

• ¿Qué te parece?

• Me da susto esa niña - me dice - tiene los ojos celestes demasiado grandes y saltones.

• A mí me parece que está muy bien - le respondí - hace un buen contrapunto con los niños migrantes.

• Yo que tú no la incluiría, pero tú eres el artista.

Frente a tan rotundo comentario, no me quedó otra que seguir esa tarde noche, recortando y recortando, hasta dar con el personaje, que resultó ser Alicia, la del país de las maravillas, magistralmente ilustrada como una pequeña niña de porcelana.

Cuando la puse en el collage, éste sonrió igual que el gato de Cheshire de la historia de Lewis Carrol. Ahora me podía ir a dormir tranquilo, Alicia aunque sólo habla inglés, ya se había hecho amiga de los morenos chilotes del rojo tejado.

El jueves al despertar, tenía el nombre del collage: “Alicia en la Isla de las Maravillas”. Nombre que sospecho me “sopló” en medio del sueño el propio collage.

Por lo mismo, ya en mi taller, me fui directo a liberar un peludo gato de Cheshire azul, que tenía visto, pero al collage no le gustó. Lo escuché decir:

• Saca, saca.

Entonces recorté extraordinarias ilustraciones de rinocerontes, tapires, camaleones, aves del paraíso, entre otros; hongos y vegetales, pero nada le gustó, sólo me aceptó a regañadientes incluir unos pequeños y naranjos hongos alucinógenos, sobre una piedra-

Finalmente encontré un Moby Dick azul, que le encantó y le pareció perfecto. Ballena que quedó saltando como un salmón en medio de la cascada.

Afortunadamente - como por milagro - aparecieron dentro de un cuaderno de tapas negras, varios recortes que no calificaron en collages anteriores.

Los que se incorporaron en la escena costumbrista de manera tan natural como la lluvia. Unos bellos, rojos y brillantes chilcos quedaron colgando de los musgos sobre el agua. En la que se desplaza un gris submarino de plástico, liberado del libro “Juguetes”, al igual que el avión rojo de lata que vuela en el cielo y el Condorito de goma que no para de charlar con los migrantes.

En general en mis collages incorporo sutilmente la imagen de mi obsesión. Entonces le propongo, incorporar un afiche a escala de alguna de sus películas; pruebo con “Niagara”, el que para mi gusto hace un buen contrapunto con el salto de agua de la escena. No le parece bien. Pruebo con antiguas propagandas, tampoco le gustan.

Afortunadamente y a pesar de sentirme esclavo y no amo del collage, los astros estaban alineados. Porque al abrir un pequeño cajón, encontré una antigua caja de naipes en la que está repetida la silueta de la famosa foto del calendario de Marilyn Monroe, en un cuadriculado. Imagen que se convierte, para gusto y placer del collage y de su arquitectura vernácula, en otra de sus ventanas.

Una cosa importante que debo de señalar a estas alturas del relato, es que para hacer esta demandante composición, tuve que declararme en semana sabática y postergar todos mis compromisos profesionales de arquitecto.

En hora buena, el collage está compuesto, ahora viene la dura y pedestre tarea artesanal, de pintar los bordes de los recortes con pinceles. Los bordes de las chilcas de rojo, los de los musgos de verde, y el resto de bordes de negros, marrón y gris. Que es el secreto que les regalo, para amalgamar, para fundir las imágenes. Secreto que no es otra cosa que hacer desaparecer, como un mago, el blanco borde de papel de las imágenes.

Eso me llevó toda la mañana; después de almuerzo me salté la siesta para realizar la alquimia mayor. Pegar con barra adhesiva, repasada con lumbeta de hueso, las imágenes de papel, para fundirlas entre sí, e integrarlas a sus nuevas realidades.

Al terminar de unir todas las piezas, me di cuenta, que esta escena costumbrista, necesitaba acentuar su atmósfera, anclándola a este tiempo, a esta lluvia interminable, a los virus de esta pandemia que nos amenazan, a las pompas de jabón con la que mis nietos llenan el espacio.

En aquel momento, me acordé que para otro collage, había recortado un sinfín de esferas de cristal del libro “Venecia como paradoja”, las que no usé y que esta composición esperaba gustosa. Por lo mismo el collage las aceptó sin chistar, no sin antes plantearnos el enigma: de si es el submarino de plástico gris el que las crea o las va arrojando el avioncito de lata.

Una vez terminado y pegado, lo dejé descansando a pierna suelta en el piso, para mirarlo con distancia, allí me di cuenta que aún no está terminado. Cuestión que el mismo me hace saber.

Porque en el centro de la composición, hay un muro de madera patinado por el tiempo, la lluvia, el viento y la humedad, al que le falta una pieza clave. Pruebo colocar un letreo de artículos de latón enlozado marca gato, para hacer un guiño al gato Cheshire.

• Se ve bien, pero no es lo mío, no es lo que tengo en mente - parece decirme muy serio el collage.

• Le propongo entonces que sobre esa madera añosa, coloquemos una vista interior, recién recortada” de la cúpula de madera de ciprés de la Iglesia de Castro, la poso en el centro del collage, queda fantástica, le otorga a la obra una gran profundidad.

• No, no funciona, prueba con otra cosa - me dice

Se acaba el tiempo, en 15 minutos viene Amado a buscarlo. Y yo debo entrar a la clase virtual por zoom, de cierre del Taller de Profundización Nacional del Magister de Diseño de Entornos sostenibles de la Universidad Austral, donde el collage es la herramienta que hemos utilizado los profesores, para crear atmósferas de mundos post apocalípticos en tiempos de pandemia.

Con la lengua afuera, casi por casualidad abro otro cuaderno con recortes discontinuados, allí me encuentro con un dibujo donde un hombre se enfrenta al abismo de una escalera, con peldaños de billetes de dólar. Recorte que convierte de inmediato el fondo de madera en otro ámbito, que da acceso a mundos inesperados. El que el collage acepta tan gustoso, como una torta su corona de guinda.

• Ahora sí, ahora estoy completo, la obra está finita - señala muy contento.

Y mientras Amado golpea la puerta, para llevarse el collage. Y enciendo el computador para entrar a mi clase virtual, tengo la sensación de haber realizado la mejor composición de mi vida.

Sobre todo porque esta vez, fue la propia obra la que me demandó y exigió ser como quería ser. Al igual que el conejo que saca de su chaleco el reloj, que conduce a Alicia a la isla de las Maravillas.

Al día siguiente, le pido a un colega que nos encontremos en el taller del enmarcador para que le haga una buena fotografía. Me voy caminando con mi pesado sello de agua en una bolsa. Es un mediodía rutilante, parece un oasis de sol en medio de un desierto de días de lluvias.

En el taller, está listo el paspartú, lo sello y lo firmo. Quedamos en que me entrega el collage enmarcado en la noche; le pido lo trate con cariño, que tiene vida propia, que es un capo laboro

A la hora señalada nos encontramos en mi taller; lo trae envuelto en papel, al descubrirlo: se ve increíble, sin dudas es un gran collage. Alicia en la Isla de las maravillas, me guiñe un ojo.

De pura gratitud -por la obsesión concedida de tenerlo enmarcado- le regalo una muy buena fotocopia de un dibujo de Germán Arestizábal, un avión que al volar se convierte en el mango de un hacha que parte en dos un tronco de luma.

• No tengo nada del maestro, de quien fui muy amigo - me había dicho - me encantaría tener algo suyo.

Con gran e inusitada felicidad, en tiempos de pandemia, lo llevo a mi casa, lo cuelgo en mi dormitorio y se lo muestro con reserva a Luz María.

• Me encanta - me dice – es una escena muy limpia y diáfana; se ve muy minimalista.

Su crítica me encantó, era el corolario perfecto. Para el pinche collage- que me hizo sudar la gota gorda toda la semana-, era tan natural como el clima hacer desaparecer los recortes y uniones. Ya que al igual que un prestidigitador escondía: los más de 35 recortes con los que fue creado.

Me sentí feliz, lo habíamos logrado; autor y obra, como en un collage, nos habíamos amalgamado.

Pero como, la felicidad no es permanente, sino de sólo de minutos nada más. En ese mismo instante sentí un fuerte dolor en la mano derecha.

El mucho recortar y recortar durante toda la semana, me había provocado una aguda tendinitis, la que igual que un temporal de viento y lluvia, se dejó caer de manera desatada en mi mano diestra, que no me dejó dormir de dolor. Durante toda esa noche de Gloria.

Edward Rojas
Arquitecto collagista
Primavera 2020

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